lunes, 19 de marzo de 2012

1812

Tenemos la suerte, o no, de vivir en un País rico, rico en sus gentes, en su cultura, su aficiones, y sus deportes, destacan entre éstos últimos, aficiones y deportes, dos sobre el resto: la envidia y la picaresca. Tal es así que su práctica se pierde en el origen de los tiempos, y ha perdurado por encima de culturas invasiones y avances, más o menos novedosos.
La envidia, la malsana, fomentada desde el renacimiento en su forma más cruel, la dilación (del vecino, del amigo, del que pensaba diferente…) ante el Tribunal del Santo Oficio, y la picaresca, que desde el Lazarillo hasta nuestros días elogia el arte de vivir del cuento. Una y otra impregnan el tejido social de todos los pueblos y regiones del suelo patrio, no quedando un resquicio que escape a su influencia. Desde las relaciones familiares a las más altas esferas de la política y el poder. Poner ejemplos, comentar acontecimientos, sería relatar ahora una pequeña parte de la historia de España, y sinceramente, no es lo que toca, o por lo menos a mí.
Traigo esto a colación, tan solo como preámbulo para comentar alguno de los acontecimientos más significativos acaecidos en los últimos meses, tras el cambio de gobierno.
El nuevo gobierno una vez más se ha encontrado un país al borde del abismo, lo cual no es nuevo, sumido en el desorden político, la corrupción más escandalosa y el desánimo arraigado en gran parte de los españoles, sin que en esto último destaquen especialmente los parados o los que aún conservan puesto de trabajo o empresa. En este sombrío panorama, una vez más parece que el trabajo sucio e ingrato de legislar, de reformar, de adaptar instituciones y personas al nuevo siglo vuelve a estar en manos de aquellos que verdaderamente piensan y sienten en y por España. No he visto en la historia reciente de España, un solo ejemplo en el que gobiernos mal llamados “progresistas” hayan impulsado leyes sensatas coherentes y juiciosas en beneficio, no sólo de las clases trabajadoras, sino también en pro de la modernización del comercio, la industria y el desarrollo del tejido empresarial, tan deficitario entre nosotros que aún hoy adolece de la fuerza y el nervio suficiente para soportar el embate de la actual crisis. Con criterio y rigor, el nuevo gobierno ha tenido la valentía de afrontar reformas como la laboral, heredera del proteccionismo autárquico en el que vivimos gran parte del pasado siglo. Un proteccionismo que en los primeros años de la democracia, los gobiernos del presidente González fueron incapaces de adecuar a los nuevos tiempos, fomentando al contrario, el espíritu pícaro y paniaguado, que se acostumbró a vivir de ayudas, subsidios y subvenciones, anulando el espíritu emprendedor, el afán de superación y el cultivo de almas fuertes, capaces de acometer las grandes y pequeñas empresas, necesarias para poner a España en la primera línea de la nueva Europa.
Nos encontramos en el punto álgido de la crisis, que como un molesto pariente lejano se ha instalado en nuestras vidas y haciendas, consumiendo recursos y arruinando precarios patrimonios. Mientras en nuestro entorno con mayor o menor fortuna nuestros aventajados vecinos, (Francia y Alemania) nos miran de reojo y hasta se permiten “echarnos las manos al cuello”, nosotros aún nos encontramos sentando las bases de lo que si la suerte nos acompaña, serán los pilares de una nueva España, que por fin destierre al vago, al pícaro y al ladrón, a la esfera de la ficción. Dejando paso al valiente, al esforzado y al emprendedor. Por el camino, siempre habrá piedras y palos que intentarán entorpecer la marcha, sólo el tesón de las mentes claras y el esfuerzo común de todos podrá llevarnos a la meta.
Hay otro deporte nacional que no he nombrado al principio, también muy patrio y que hoy quiero recordar especialmente: Resistir al invasor hasta el último aliento, y triunfar en el intento. Hoy se celebra el bicentenario de la primera Constitución Española, el germen de lo que con el devenir de los años fructificaría en la actual, que no por más joven hay que cuidar menos. Aquella se firmó mientras los cañones de Napoleón bombardeaban la ciudad de Cádiz, la actual, regada con la sangre del siglo XX, debe aún dar sus frutos de convivencia y paz.
Ahora toca reformar y resistir: “fortuna audaces iuvat”.

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